Había
varios vecinos que no la querían a Doña Anita, pero fue Federico el único en
pensar en tomar alguna medida. Quizás la principal razón eran los tres perros
que tenía la señora. Día tras día salía con ellos y siempre tenía buen cuidado
de que no pisaran –y a veces daba la impresión de que ni miraran- su propio
jardín. Directamente los llevaba a los jardines de sus vecinos y a las aceras.
Era muy desagradable pues nadie en esa calle recordaba que por lo menos una vez
hubiera levantado el popó de sus perros… nunca.
¿Y
el jardín de Doña Anita? Bellísimo, precioso, hermoso, cuidado hasta el más
mínimo detalle. Los vecinos estaban seguros que si hubiera sido legal colocar
un cercado electrificado en torno a el, lo hubiera puesto, pero solo tenía
varios picos de agua que se activaban cuando alguien o algo pisaba el césped.
Así que cualquier animal o persona que
se atreviera a poner un pie o una pata en su prolijo césped para ver de cerca
el esplendoroso rosal o los aromáticos claveles y clavelinas y otras tantas
flores de estación –siempre tenía lindas flores ese jardín- recibía un intensa,
sorpresiva y muy mojada lluvia de agua.
A
Federico no le parecía justo que los perros de Doña Anita ensuciaran las aceras
y jardines vecinos –incluyendo el suyo- y que esta ni siquiera se molestara en
limpiarlos. Por otro lado era enojoso que el único jardín limpio fuera el de
ella, así que decidió tomar alguna medida para castigar sus abusos.
Tomó
su computadora y comenzó a buscar posibles soluciones. Le llamó la atención un
anuncio que decía “Solucionamos todos sus problemas. Economía y Discreción”
¡Eso era lo que estaba buscando!
Entró
a la página y comenzó a abrir opciones. Clickeó en “Vecinas insoportables” y
vio que había una cantidad de opciones. Tantas eran que decidió hacer una cita.
Al otro día temprano estaba a la puerta de la oficina.
Lo
atendió una joven muy amable, quien le preguntó la naturaleza de su problema.
Luego pensó un momento, levantó el teléfono y a los pocos minutos apareció un
hombre, algo mayor y con cara de desabrido quien lo hizo pasar a un despacho.
Allí le preguntó nuevamente sobre su problema. Por segunda vez Federico contó
sobre su vecina, sus groserías y falta de los más básicos principios de la convivencia.
También le dijo que buscaba castigarla pero no quería dañarla –obviamente-, ni
tampoco a sus perros, pues ellos no eran culpables de la falta de sensibilidad
de su dueña.
-Quizás
tengamos que enfocarnos en el jardín- le dijo el hombre
-Posiblemente
sea lo más razonable-
-¿Qué
quiere hacer con el jardín? ¿Secarlo? ¿Revolverlo? ¿Enfermarlo? Tenemos todas
esas opciones.
Federico
estaba impresionado. – ¿Y algo más dramático y a la vez que no se pueda
rastrear? Porque no quiero que me vinculen, ni a mi ni a nadie con lo que le
pase al jardín…
-¡Aaaah,
entiendo! Tengo algo, si, recién llegado de Japón…
-¿Qué
es?
-Un
hormiguero…
-¿Un
hormiguero?
-Un
hormiguero totalmente automático.
-¿Y
qué es eso?
El
hombre se tomó el trabajo de explicarle como funcionaban los hormigueros
automáticos.
-Para
comenzar- le dijo- no son hormigas de verdad… son unos pequeños robots del
mismo tamaño que las hormigas de jardín y que podan las plantitas igual que lo
hacen las verdaderas hormigas, aunque un poco más rápido, debo reconocer. No
son muchísimas, apenas trescientas o cuatrocientas. Para que funcione debe
insertar un software en su computadora, señala el objetivo con un dispositivo
satelital para programar el hormiguero y cuando esté listo… ¡Empieza la fiesta!
Eso sí, debe tener cuidado al marcarles sus objetivos…
-¿Por?-
le preguntó interesado Federico.
-Porque
sino lo marca claramente pueden terminar podando cualquier cosa y hasta puede
pasar que por error le corten el pelo. ¡Si, no es la primera vez que por un
error de programación dejen sin pelo a alguien! ¡En Japón hubo varios casos!
Obviamente
que Federico nunca había tratado con hormigas y menos con hormigas automáticas,
pero cuando las vio y le explicaron nuevamente como funcionaba quedó totalmente
convencido de que era lo que necesitaba.
Luego
que le enseñaron a programar el hormiguero, a marcar sus objetivos –sobre todo
el rosal, pero en realidad todo lo verde del jardín de su vecina- y que lo hubo
instalado en un lugar seco y sombreado al fondo de su casa, ya estuvo preparado para comenzar a hacer
justicia. A la tardecita del otro día y ya frente a su computadora, dio a las
hormigas la orden de comenzar.
Tres
días les llevó a las hormigas terminar con todo el jardín y eso que cortaron
hasta la última brizna de pasto. Luego del primer día, cuando Doña Anita vio lo
que habían hecho casi enloqueció. Fue a una casa de venta de productos para el
jardín y compró todo tipo de venenos en polvo y granulados y sembró todo el
jardín con ellos.
Pero
eso, obviamente no hizo ningún efecto en las hormigas automáticas que en el
segundo día podaron casi todo lo que quedaba. Les quedó apenas una quinta parte
del jardín para podar, que dejarían para su última jornada de trabajo.
Doña
Anita, desesperada, esa noche, se quedó con la luz de afuera prendida y sentada
en los escalones, con un gran martillo entre sus manos, esperando ver a las
hormigas y defender las pocas plantas que le quedaban.
Pero
las hormigas, que no eran nada tontas, sabían que no podía estar despierta toda
la noche. Cuando se durmió, allí mismo, delante de su casa, terminaron su
trabajo.
En
la mañana, cuando Federico pasó muy temprano a comprar leche para desayunar,
sintió que en la casa de al lado alguien lloraba. Era Doña Anita, quien lloraba
desconsoladamente frente a lo que había sido su hermoso jardín y del cual ya no
quedaban más que palitos.
Se
quedó mirándola unos instantes y sintió pena por ella, con su saco de lana
verde mojado por el rocío y sus conmovedoras lágrimas. Terminó olvidándose de
todos los disgustos que le había hecho pasar. Se acercó a ella, le tocó el
hombro y le pidió que le permitiera ayudarla.
Otros
vecinos y vecinas fueron arrimándose al lugar del desastre, contemplando la
desolación en la que se había transformado el antaño bellísimo jardín de Doña
Anita. Una le trajo una taza de té caliente y pronto eran varios los que
quitaron los restos del jardín, rastrillaron y se comprometieron a traerle
nuevas plantas.
Así
lo hicieron.
Ahora,
el nuevo jardín de Doña Anita es tan hermoso como el primero y está tan cuidado
como antes, pero está hecho con plantas que todos los vecinos le trajeron. Ella
ya no es una mala vecina. Junta el popó de sus perros, no los deja merodear por
los jardines ajenos y además se reúne todas las tardes con varias vecinas a
charlar y tomar el té con masas caseras.
Federico,
devolvió inmediatamente el hormiguero automático y nadie se enteró nunca de que
el había sido el responsable del drástico cambio de Doña Anita.
FIN
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