Sabía
lo que todos esperaban de mí, pero aún para un egresado de la Honorable Escuela
Diplomática Forsiki –lo que era mi caso- y para alguien con mi bien ganada
reputación, aquella misión presentaba dificultades difíciles de superar.
Creo
que solo la vital importancia del acuerdo que mi misión diplomática ,que
representaba a La Federación o lo que es decir lo mismo a La Humanidad toda,
estaba tratando de sellar con esa tan distinta especie, una especie que habíamos
encontrado en los lejanos bordes de lo conocido, hizo que me mantuviera calmado
y racional.
Los
Buborgos –así los llamábamos aunque la expresión exacta que nos brindaba el multitraductor
era bastante más difícil de pronunciar- eran seres cuyas características
morfológicas los hacían difíciles de describir. Su forma física era cambiante y
siempre estaba desplazándose entre lo tubular y lo globular, en todas sus
variantes, en un cuerpo no mucho más grande que un humano –si un humano fuera
apenas más alto que ancho-. Dentro de todas esas apariencias que parecían
diluirse para luego regresar en alguna de sus semiformas, los pequeños túbulos que utilizaban para
comunicarse aparecían y desaparecían según la ocasión.
Era
su particular forma de comunicarse lo que había hecho que tantas misiones
diplomáticas de La Federación hubieran fracasado. Incluso algunas de ellas casi
tuvieron el efecto contrario del deseado, casi obteniendo la guerra cuando su
misión era asegurar por lo menos la paz y la no agresión y yendo más allá, quizás
hasta una alianza con esa cultura.
Los
buborgos tenían una civilización extraña y particular, pero muy avanzada en
algunos aspectos en donde La Federación aún tenía mucho que aprender. Por otro
lado, se sabía que tenían acceso a materias primas muy valiosas e indispensables
y poseían una industria de la que la humanidad agradecería beneficiarse.
Además
no parecían especialmente agresivos, lo que no podía decirse de otra nueva
especie con la que se había tenido contacto más recientemente. La agresividad
de estos seres, con los que nos habíamos encontrado al otro extremo de donde
habíamos hallado a los buborgos –o donde ellos nos habían hallado a nosotros-,
era tal que la única opción para relacionarse con ellos podía llegar a ser la
guerra… el exterminio o una derrota militar de tales proporciones que ya no nos
vieran como posibles víctimas de ninguna maniobra.
No
crean que a los mandos federales les asustaba la guerra, nada de eso, pero
habían aprendido que con algunas especies resultaba más ventajoso negociar que
guerrear y si era indispensable la guerra que por lo menos fuera con un enemigo
a la vez, que ya bastantes problemas tenían con revoluciones, revueltas, piratas,
contrainvasiones y otros líos por el estilo, que abundaban dentro de la misma
Federación.
Un
pacto de no agresión con los buborgos era fundamental para encarar esta nueva
amenaza con tranquilidad y si además se lograba la apertura de relaciones
comerciales e incluso la colaboración en la guerra que se preparaba sería algo
fenomenal.
Pero
se había obtenido todo lo contrario. Los embajadores –y su séquito- no
soportaban las largas jornadas de negociación y al final terminaban ofendiendo
más y más a los representantes buborgos.
Hasta
que recurrieron a mí.
Aclaremos
que si alguna vez estuve en el cuerpo de diplomáticos de La Federación, mis
críticas a muchos de sus procedimientos habían finalmente sepultado mi carrera
allí. Dentro de los servicios privados, trabajaba al mejor postor y no hubiera regresado
a trabajar con La Federación si la causa hubiera sido menos desesperada y la
recompensa monetaria casi exagerada. Solo tenía que hacer el trabajo… que no
era fácil. Y les aseguro que en eso pensaba constantemente, en la fabulosa
recompensa que me esperaba.
Los
buborgos eran seres educados, formales y con buenas intenciones y todo eso
hubiera bastado para llegar con éxito a un acuerdo si no fuera por su
particular lenguaje, cómo nos afectaba y cómo los afectaba a ellos nuestra reacción
ante su lenguaje.
A nuestros oídos, a nuestro olfato e incluso
en casos de énfasis “linguístico” hasta para nuestro sentido del gusto, su
lenguaje era una colección sucesiva de flatulencias, pedos de todo calibre
sonoro y olfativo, extremadamente ofensivos a cualquiera de los sentidos que
estuvieran involucrados.
Pero
como dije, la recompensa era la suficientemente fabulosa para soportar esas
torturantes sesiones de negociación.
Así,
flatulencia va y flatulencia viene y con el multitraductor trabajando a un
apabullante ritmo fuimos dándole forma a un acuerdo que en verdad, sobrepasaba
hasta mis propias expectativas. Seguramente sería considerado un héroe, pues no
solo lograba la no agresión, sino un pacto comercial interesante y por si fuera
poco la posibilidad de una alianza estratégica y militar, en donde se le daba
especial énfasis a la posible amenaza de los nuevos vecinos interestelares
descubiertos.
Más
no podía pedir, teniendo en cuenta mis torturados sentidos.
Así
que cuando una espesa y general flatulencia conmovió hasta el último molécula
de aire de la habitación, amenazando quizás derribar alguna de las paredes,
sino por su fuerza expansiva, por su penetrante y casi insoportable olor yo
atiné, lloroso y casi sofocado, a espirar de alivio, pues lo que estaba
sintiendo era sin duda era el penetrante y casi insoportable Aroma de la Paz.
Había tenido éxito en mi misión.
Era
uno de esos momentos en que no sabía si
reír o llorar aunque tenía claro que sería tomado como una gran descortesía, como
una conducta sumamente agraviante, cualquier reacción negativa ante su idioma y
más aun teniendo en cuenta lo que estaban expresando, que no eran sino sus
manifestaciones de buena voluntad con la Federación.
Mis
colaboradores y yo –les recuerdo que solo yo estaba presente en las
negociaciones- previendo quizás la posibilidad de tener que utilizar su idioma,
habíamos diseñado una estricta dieta que pretendíamos diera el adecuado ruido y
olor, pero claro, nada como el idioma original para expresar lo que habría de
expresarse.
Así
que con gran delicadeza y regular timidez agradecí lo más efusivamente posible
la feliz culminación de nuestras conversaciones y aunque mis pedos no sonaron
–y seguramente no olieron- con la grandilocuencia que yo hubiera deseado, al
parecer impresionaron a los embajadores alienígenas, que supongo más por
gentileza que por otra cosa, me agasajaron con otra sarta de regocijados y
sonoros saludos.
Tuve
que recibir luego todo tipo de felicitaciones de la embajada buborga, una
efusividad que me dejó casi sin aliento y temiendo entrar en colapso olfativo…
Pero lo soporté. Esos seres me caían realmente bien, pero alguien –quizás yo
mismo- tendría que hacerles entender en algún momento que su lenguaje era
realmente una tortura para nosotros y nada disfrutable a nariz desnuda –y si
vamos al caso tampoco a oídos descubiertos-.
Firmado
el acuerdo, luego de un brindis lo más breve posible y deseándoles la mejor
suerte a los próximos embajadores me escabullí lo más rápidamente posible, buscando un espacio libre de
lenguaje buborgo o similar, de ser posible un perfumado jardín, con rosas,
claveles y ese tipo de flora.
Mientras
caminaba pensaba en todas las artimañas que habían utilizado los anteriores
embajadores de la Federación para tolerar el lenguaje buborgo… perfumarse la
nariz constantemente –interpretado como algo sumamente agraviante por los
buborgos-, usar máscaras –una brutal incitación a una guerra total y sin
cuartel-, colocarse filtros dentro de las propias narinas –los que fueron
descubiertos realizando ese truco no fueron ejecutados allí mismo por los
buborgos solo por ser embajadores de un poder alienígena- y muchas cosas por el
estilo que solo acumularon agravio tras agravio…
Solo
yo resulté triunfante en la prueba. Me ayudó claramente mi mayor fuerza de
voluntad, mi superior profesionalidad, tener muy claro que el objetivo era más
importante que cualquiera de mis
flaquezas y vacilaciones y fundamentalmente –si, creo que fue un factor
que ayudó bastante a mi éxito- el fuerte resfrío que había contraído
accidentalmente dos días antes.
FIN
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